Se van de Venezuela porque tienen las manos vacías, porque no tienen medicinas, porque perdieron calidad de vida o porque sus hijos no comen. Los motivos son diversos, pero llevan al mismo camino de salida.
Los más jóvenes quieren trabajar para acceder a una calidad de vida mejor. Algunos de los mayores temen morir en Venezuela si siguen esperando un trasplante de órgano, sesiones de quimio o radioterapia o algo tan elemental como una pastilla para controlar la presión alta. Los niños van con sus padres.
La crisis que sacude a la Venezuela de 2018 es la peor de su historia republicana, según analistas sociales. En su quinto año de contracción económica, se achica no solo su economía, sino en la cantidad de gente que vive en el país.
Las migraciones iniciaron al poco tiempo de haberse instalado el gobierno del expresidente Hugo Chávez.
Las clases altas emigraron principalmente a Estados Unidos, España, Panamá y Colombia. Una segunda oleada migratoria se evidenció desde 2003, año en que la industria petrolera venezolana se quedó sin 20 mil de sus profesionales y técnicos. El tercer lote de emigrantes comenzó a sentirse en 2014, justo al año del mandato de Nicolás Maduro.
Hay profesionales y técnicos, pero también gente que no culminó la escuela superior o la universidad.
Claudia Vargas, investigadora de la Universidad Simón Bolívar, estima que unos 4 millones 400 mil venezolanos se han ido del país desde 2013. Su estudio apunta a salidas informales mediante las fronteras con Colombia y Brasil.
Negocios y Destinos caminó con muchos de los migrantes la trayectoria de salida por la frontera con Colombia y presenta sus testimonios.
En la frontera
En el estado andino de Táchira (sur occidente), el movimiento migratorio es inclemente. Hay un aeropuerto habilitado y no está tan cerca de Colombia. Son nueve vuelos a la semana que conectan a Caracas con Táchira. Luego de dos horas de recorrido terrestre se llega a San Antonio, ciudad fronteriza en el norte del Santander del vecino país. El grupo mayoritario de quienes se marchan viaja por autobús. De todos los puntos de Venezuela salen servicios hasta la línea fronteriza.
En las calles de San Antonio, abundan empresas de transportación hacia Colombia y otros destinos del sur de América. Guillermo López, asesor de ventas, dijo a Metro que “el venezolano paga lo justo y por adelantado. Aceptamos solo dólares en efectivo o depósitos en dólares en un banco en Ecuador. Los parientes son los que pagan la movida que hacemos a cualquier hora del día. Si hay un mínimo de 60 personas, llenamos un bus y lo mandamos de viaje”.
Para salir hay que tener dinero. Eso lo tiene claro Violeta Torres, enfermera de 26 años. Tiene cuatro meses en San Antonio donde llegó “a buscar pesos colombianos para cambiarlos a bolívares y mandarlos a mi mamá y mi hijo. No me puedo ir muy lejos, no tengo ni pasaporte ni dinero”. Trabaja como mesonera y aseadora en un restaurante. Aspira a cuidar a enfermos del otro lado de la frontera, aunque sea cruzando informalmente.
Entre gritos: “Venezolanos con y sin papeles te pasamos rápido pa’ Colombia”, Negocios y Destinos ubica a Jorge y a Fernando, “trocheros” como se definen. No ofrecen sus apellidos por seguridad. Jorge es venezolano y nieto de colombianos. Cobra un promedio de 8 dólares por cada venezolano que desee cruzar la frontera debajo del puente, por la trocha (camino irregular). “Los que no tienen pasaporte y los que huyen de Maduro son mis principales clientes”, dijo. El trayecto es de 15 minutos caminando. Espera por su cédula de ciudadanía colombiana para trabajar en empresas formales de turismo. “Como trochero tengo que pagar vacuna a la guerrilla o a los parcos, y eso no conviene”, relata. Fernando es de Mérida, a cinco horas de San Antonio. Dejó de estudiar Administración por la crisis económica.
Unos metros más adelante, está Hillary Rincón, asesora de turismo. Es venezolana. Trabaja para una empresa de transportación internacional. Su labor es recibir a los potenciales emigrantes venezolanos y guiarlos hasta que salgan de viaje. Es estudiante de comercio exterior y en sus vacaciones de verano trabaja en la frontera. Le pagan en pesos colombianos. “Me conviene porque rinde muchísimo en Colombia y compro alimentos para mi familia, algo que no podría hacer si me pagan en bolívares”, explica.
Luego de pasar la aduana principal de San Antonio, en donde la guardia nacional bolivariana requisa maleta por maleta, bolso por bolso, “para evitar tráfico de drogas”, según dice un funcionario, está la plaza Simón Bolívar. Es una estructura que data de los años cincuenta. Sus pisos son de tierra. Las autoridades venezolanas habilitaron taquillas de atención migratoria a los que salen.
Las filas para el sellado del pasaporte son enormes. Si alguien quiere evadir la cola, acude a funcionarios o a algún guardia nacional. La tarifa para el “paso express”, como lo llaman, es de, mínimo, 20 dólares por persona.
Luego de siete horas de cola, NYD habla con Isaura Cabrera y dos de sus hijos, Octavio y Ruth Viloria Cabrera. Ella es enfermera profesional. Ruth estudió Derecho y Octavio estudia la escuela superior. “Como enfermera en el hospital central de Valencia, ganaba una miseria, en Colombia mucho más, y me dio tiempo de juntar dinero y buscar a mis hijos y nieta. En Venezuela, me iba a morir de hambre”, contó. Octavio está deprimido. No se quiere ir, pues deja a la familia y a amigos en Venezuela, pero Ruth está contenta con el cambio.
Pasos más atrás está Mayerlin, quien prefirió no ofrecer su apellido. Su hija se va a Perú. Relató a Metro que el “plan es reunir el dinero que me manden para pagar un bus que me lleve a Perú en el mes de diciembre. Ya no aguanto la separación”.
Pasando el puente
Atravesando el puente Simón Bolívar está migración Colombia. El Gobierno de ese país colocó cercas de metal para controlar el paso de los migrantes y visitantes. No está permitido el paso de autos. El emigrante camina hasta el sector “la parada” y aborda el bus que lo llevará a otro destino.
Etelena Uman Ruiz, de 23 años, quien es licenciada en Artes Escénicas. Se va a Lima, junto a una amiga. “Quizá no consiga trabajo como actriz, pero sé mucho de estética y pongo unas uñas postizas muy bonitas. En Perú, pagan muy bien ese servicio, me han dicho peluqueras venezolanas que viven de eso en Lima”, dice antes de tomar un bus que, en horas, la alejará de los suyos.